Pasaste, Señor, por el mundo haciendo el bien. Iluminaste nuestra tiniebla con la luz de tu palabra. Tu sublime forma de vivir arrebató a los apóstoles, y todavía hoy nos sigue diciendo cómo podremos ser felices, lejos del tiránico dominio del afán de poder y de los deseos.
Pero todo ello, Señor, fue poco. No sólo nos enseñaste a vivir, sino que destruiste el poder de la muerte con la que te rechazamos con la fuerza del amor de Dios. El Espíritu Santo, señor y dador de vida, nos fue entonces enviado desde tu boca, cuando soplaste sobre los admirados apóstoles que no acababan de creer que estabas vivo. Tu resurrección es ya nuestra vida, y tu luz es la única fuerza digna de merecer confianza.
A ti sea la alabanza, Señor Jesucristo, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; junto al Padre y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Un monje
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