viernes, 23 de abril de 2010

El crucificado ha resucitado




Subió al árbol santo de la Cruz,
destruyó el poder del abismo y,
revestido de poder,
resucitó al tercer día.
Aleluya.

Antífona del Magníficat
Vísperas del Viernes III de Pascua

Antes de Pascua, contemplábamos el Misterio de la Cruz con dolor, viendo sufrir al Señor. Él obedeció a Dios Padre Todopoderoso, y cargó con las iniquidades de los hombres. Sin abrir la boca, como manso cordero, fue llevado al matadero. Sus cicatrices nos curaron.

Pero, en Pascua, la contemplación del Misterio de Cruz está lleno de agradecimiento, de luz y de paz. Aunque los hombres vieran morir al crucificado, quien también moría en la Cruz era el poder de la muerte. Sucumbió ante el amor que manó del costado abierto de Cristo. La sangre y el agua mataron el poder del abismo, y nos fueron dados como prendas de nuestra propia resurrección.

El poder del abismo fue destruido por el Resucitado. Por eso, el tiempo de Pascua es tiempo de esperanza, tiempo de alabanza, tiempo de amor.

Señor, danos la alegría espiritual para perseverar en tu alabanza, a pesar de que todavía no haya triunfado en nosotros el poder de tu luz. Que amanezcamos en ti a la Luz de la Pascua. Amén.

Un monje

domingo, 18 de abril de 2010

Adoración al Señor resucitado


Señor, Dios mío, que en la tarde del Jueves Santo hiciste de tu Última Cena en este mundo el momento cumbre de tu vida, entregándola por todos nosotros: Permíteme, por unos instantes, adorarte, bendecirte, y darte gracias.

Quisiera, Señor, que toda mi existencia fuera un canto de alabanza a tu amor. Sé que soy indigno de ti, Señor. Pero me conmueve tu compasión para con Pedro, al que por tres veces preguntaste si te quería, y con tres confesiones lavó la mancha de las tres negaciones.

Señor, yo te he negado muchas más veces. Y, sin embargo, te veo resucitado junto a mí, pecador. Te veo junto a todos cuantos caminamos por este mundo, tantas veces sin rumbo fijo.

Es más, te has hecho nuestro pan para el camino por este mundo. Y este pan que nos alimenta es la unión con tu persona.

Señor, danos fuerza para nunca desfallecer, aun cuando la carga de nuestros pecados nos agobie, y la vergüenza de enfrentarnos contigo, como le sucedió a Pedro, cubra de rubor nuestra cara, y desarme nuestra arrogante lógica.

¡Quédate con nosotros, Señor, porque atardece! Acoge nuestra alabanza, que con amor te ofrecemos de todo corazón.

Un monje

sábado, 10 de abril de 2010

La Resurrección, de Dieric Bouts


Cristo ha resucitado. Desde aquel día de Pascua, en el que unos quedaron tendidos por el suelo sin que sus armas sirvieran para nada, y otros quedaron estupefactos ante la evidencia del poder del Espíritu Santo, nada en la historia de los hombres puede permanecer igual.

La Resurrección es motivo de alegría, pero también es una exigencia. La alegría de Pedro y Juan duró poco; a los pocos días, les habían molido las espaldas, y  lo que había sido seguir plácidamente a su Maestro, se convirtió en anunciar su nombre contra viento y marea.

Desde aquel día de Pascua, la Iglesia no ha dejado de caminar, a impulsos del Espíritu Santo. El destino ya no es de este mundo: es la Tierra Prometida a la que, como nuevo Israel, hemos sido invitados.

Por eso, nuestra oración es en este tiempo una prolongada alabanza, un aleluya al que sobran las palabras, pero no le falta ni alegría ni agradecimiento.

Este tiempo de Pascua es tiempo de adoración. La abandonada, la zarandeada, la afligida, se ve ahora llena de gloria y esplendor. La ciudad de Dios con los hombres, la nueva Jerusalén, ha sido reconstruida, con muros cuajados de piedras preciosas, con ríos llenos de vida y de paz.

Ha vencido el león de la tribu de Judá. Gloria a Cristo, nuestro Señor, vencedor del poder del pecado y de la muerte. A él sea la alabanza, ahora y por siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

viernes, 2 de abril de 2010

¡Cuánto amor!


¡Cómo desbordan amor
tu cabeza caída,
tus manos extendidas,
tu pecho abierto en la Cruz, oh Cristo!
Hijo de Dios,
que viniste a rescatar a los descarriados,
a los ya rescatados no los condenes.
¡Escucha el clamor de los que te llaman
desde este valle de lágrimas,
buen Jesús!
No tengas en cuenta
la enormidad de los pecados;
a tu corazón herido te lo pedimos,
Dios de clemencia.

Liturgia del Viernes Santo

Contemplación ante el capitel de la Última Cena de San Juan de la Peña

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias
siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro,
verdadero y único sacerdote.

El cual, al instituir el sacrificio de la eterna alianza,
se ofreció a sí mismo como víctima de salvación,
y nos mandó perpetuar esta ofrenda
en conmemoración suya.

Su carne, inmolada por nosotros,
es alimento que nos fortalece;
su sangre, derramada por nosotros,
es bebida que nos purifica.
Por eso, con los ángeles y los arcángeles
y con todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar el himno de tu gloria.

Prefacio de la Eucaristía de la Cena del Señor
Fotografía: F. Javier Ocaña Eiroa