domingo, 28 de marzo de 2010

Domingo de Ramos


Señor, hoy entras en Jerusalén. Montado a lomos de un asno, aclamado con palmas como Mesías, llegas a la Ciudad Santa, al lugar en el que se halla el Templo, donde los hombres se encuentran con Dios. Ese Templo ya no es un edificio: eres tú, que destruido en la Cruz, resurgiste a la vida nueva en la Resurrección.

Señor, hoy, con ramos en las manos, salimos también a tu encuentro, para aclamarte como nuestro Dios y Salvador. Nada de este mundo podría compararse contigo. Junto a ti lo tenemos todo, y si tú nos faltases, de nada le valdría al sol amanecer cada día, o la lluvia regar los campos, o a los colores vestir de hermosura las cosas.

Sabes, Señor, que nada hay en nosotros digno de cuanto tú has hecho por nosotros. Viniste a nosotros desnudo, despojado de tu gloria; pasaste como uno de tantos; trabajaste con tus manos y viviste humildemente junto a María y a José. Llegada la hora, pasaste por nuestro mundo haciendo el bien: curando a los enfermos, salvando a los perdidos, perdonando a los pecadores, resucitando a los muertos. De parte de Dios, tu Padre, nos ofreciste el ser tus hermanos y, así, participar de tu propia relación con el Padre en la condición de hijos. Pero, nosotros, cuántas veces te hemos rechazado, te hemos escupido, te hemos ultrajado, y te hemos crucificado...

Señor, no dejes de venir a nosotros. En el pórtico de esta nueva Semana Santa, prepáranos para recibir el don de la vida, participando del misterio de la Pascua. Que esta Procesión con los Ramos nos ayude a comprender que nuestra vida es un camino, junto a ti, hacia Dios, nuestro Padre. Que la Cruz que tú padeciste por cada uno de nosotros sea nuestra propia fuerza, y que en ti encontremos fuerza para cargar con nuestras propias cruces.

Señor, danos fuerza para rechazar el pecado que nos aparta de ti. Ilumínamos, para que así podamos llegar a contemplarte glorioso, en la Jerusalén celestial que es nuestra madre.

Un monje

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